Mi hermana Bellita
E. Antonio Hernández Peralta
Mi hermana Bellita siempre fue muy popular, le gustaba ser el centro de atención desde pequeña y por ser guapita, ya siendo adolescente fue pretendida y cortejada por muchos de los vecinos del pueblo.
En un día de carnaval, cuando aún era costumbre que te rompieran un cascarón de huevo rellenado con perfume (para el caso de aquellos que pretendían tener novia) o con confeti, mi hermana le rogó a mi amá que la dejara ir al jardín, que era el centro de reunión de todo el pueblo por las tardes. Pero doña Loisa se hizo del rogar y ya para quitarse a mi hermana de encima, le puso como condición que me tenía que llevar o de plano no iba. Así que con todo y tener que cargar conmigo, con tal de ir a recibir los coscorronazos perfumados, Bellita aceptó.
Eran días de frío, así que, tras una buena cantidad de cascarones rotos encima, ya al caer la tarde, pues teníamos un poco de frío, que aunque menos popular que mi hermana, también se me acercaron varios pretendientes.
Al oscurecer, mama Loisa nos mandaba llamar con uno de los vecinos, y por más que le rogaba, Bellita no quería irse, pues ya tenía candidatos para noviar.
Al ir llegando la noche, el frío fue calando las ropas primaverales y empezamos a tiritar, así que para no entumirnos seguimos con el toma y daca, pero ya sin que nos rompieran cascarones. La cosa se puso seria cuando mi amá nos mandó un ultimátum con un vecinito amigo de nosotras: o regresábamos a casa o nos las veríamos con ella. Mama Loisa era un pan de Dios cuando estaba de buenas, pero de malas, había que tenerle miedo pues sus castigos eran severos para mantenernos por el camino del bien.
Bellita, encandilada por la cantidad de pretendientes, no daba su brazo a torcer, pero tampoco daba luz verde a ninguno y como moscas atraídas por la miel correteaban a su alrededor para ser merecedores de su gracia. Y entre más anochecía, mi terror fue creciendo, porque yo sí le tenía miedo a mi amá; Bellita era más temeraria, en cambio yo era miedosa.
Al fin, tras dar el ansiado sí a uno de sus quereres, mi hermana accedió a regresar a la casa, pero a esas horas (como las nueve de la noche), en un pueblo sin electricidad ni farolas, el retorno sin iluminación alguna –pues tampoco la luna se dignó a salir, oculta entre las nubes espesas– fue un poco trastabillante, pues no podíamos unas niñas de bien ser acompañadas por un hombre en esas épocas, así que como pudimos y tiritando de frío por fin arribamos a nuestro hogar y ¡cho! La puerta ya estaba atrancada por dentro.
Al principio pensamos que mi amá nos abriría tras hacernos esperar, pero al pasar los minutos, yo empecé a llorar pues ya me imaginaba el castigo.
Dado que nuestra abuela, vendía remedios varios en su puesto del mercado, a Bellita se le ocurrió fingir que era alguien en apuros para que nos abrieran, y fingiendo otra voz dijo:
–Buenas noches, doña Pala, tenemos un niño enfermo, véndame borraja– exclamó sin mucha convicción.
Pero yo, presa del miedo y del frío, dije: “no es cierto, amá, somos nosotras ¡ya ábranos! A lo que Bellita me reclamó “¡tú cállate!.
Y de nuevo, cambiando su voz, esta vez pidió romero y cuachalálate, para otro enfermo imaginario; al no haber respuesta, hizo como que se iba, y otra vez, con otra voz:
–Doña Pala, no sea malita, me urgen unas yerbitas para una enfermita, mire, traigo dinero si es lo que le preocupa, se me puso grave, le dio un vahído, ándele, véndame unas pocas aunque sea…
Por más de dos horas hizo sus charadas, pero doña Loisa no nos abría, y para ese tiempo yo ya berreaba a moco tendido y gritando:
-Amá, somos nosotras, ya abra la puerta, hace mucho frío– y Bellita ya me golpeaba y no para callarme hasta que por fin, una tintineante luz de candil se asomó entre las rendijas de la puerta y esta se abrió de golpe con mama Loisa con una mano en el candil y en la otra una varita de tamarindo con las que nos tundió duro entre regaño y regaño:
–¡Así que un niño enfermo, hijas de la chingada! ¡Siquiera pa’ mentirosas fueran buenas, cabronas! prefieren andar en la calle a deshoras antes que obedecerme, desde temprano les dije que se vinieran, pero no, les gustó andar noviando, pues ándenle, orita que vengan los novios a defenderlas, pendejas chamacas del demonio….
Y mientras, Bellita y yo, nomás nos doblamos ante los varazos y lloramos con más ganas, agradecidas muy adentro porque, aunque nos estaba pegando, por lo menos ya no tendríamos frío. Solamente balbuceaba: “es que yo le decía a Bellita, ‘ya vámonos’, pero no quería”. ¡Y mama Loisa más nos vareaba!
–Pues tú te hubieras regresado, pendeja, pero de seguro, de seguro, también tenías con quien noviar, por eso no te regresaste. Allá hubieras dejado a tu hermana, pero no, también querías tener novio. ¡Ora se chingan las dos!
Tras cansarse de aplicarnos el castigo, doña Loisa nos dejó pasar y nos mandó a dormir. Nuestros hermanos nomás se estaban riendo por la joda que nos puso, pero no dijeron nada.
Desde ese día, ni aunque Bellita me ofreciera dinero, nunca más la volví a acompañar, para encubrirle sus correrías por el pueblo.