La guerra en la que México no quería participar… y la ganó. La historia del Escuadrón 201

Redacción

PARTE I

La vida para los integrantes del Escuadrón 201 que hizo historia en la Segunda Guerra Mundial no era fácil: desayuno a las 7:15, media hora de cotilleo para a las ocho comenzar a trabajar. Dos horas para apoyar en misiones en tierra. Almuerzo a las 11:45 y disparar ametralladoras contra japoneses a la una de la tarde. La comida a las 3:15 de la tarde y el resto del día para relajarse, mientras los mecánicos reparaban las aeronaves repletas de impactos de bala y fugas de aceite provocadas por la sobrecarga del motor de quien unas horas antes se dedicaba a esquivar fuego enemigo para no morir.

A veces, por la noche, una película. Si era una bélica que tratara de matar japoneses y nazis, mejor. El día termina, y todo comienza de nuevo.

La Fuerza Expedicionaria Mexicana bien podría ser un mito en México, uno de los que se ha escuchado a lo lejos y oído en conversaciones no muy claras. El Escuadrón 201 se les hacía llamar, pero ellos se autonombraron con un título bastante más dramático y peculiar: Las Águilas Aztecas.

El ataque que lo inició todo

Para que las Águilas Aztecas hicieran lo propio, el presidente Manuel Ávila Camacho tuvo que tomar una decisión imposible: o mantenerse al margen, o entrar a la guerra con un viejo, pero para nada querido conocido.

Cuando se habla de la gran guerra o de la Segunda Guerra Mundial, todas las anécdotas suelen verse lejanas en México. Los nazis, la invasión de Polonia y hasta la ocupación de Francia se suelen revisitar desde un cerco que mantiene una distancia segura de aquellos eventos. Pero en 1942 el cerco lo derrumbó un submarino nazi, con misiles al barco mexicano lleno de petróleo El Potrero del Llano.

Debió haber sido un error. México no formaba parte de la guerra. Manuel Ávila Camacho, presidente de México, contactó a Alemania y envió una carta para dar oportunidad a la reparación de los daños de cuya acción debió haber sido una falla de cálculo. La respuesta, insoslayable, no fue una carta, sino el derribo de un segundo barco, el Faja de Oro.

Había sido suficiente. Protestas en las calles, inconformidad por doquier, Ávila Camacho que no había buscado una forma de entrar a la guerra, pero sabía que ahora tenía doble motivo para hacerlo: mantener un posicionamiento nacional de defensa a la soberanía, pero al mismo tiempo, como estadista, sabía que las naciones que no participaran habrían de ser olvidadas por el bloque que ganara la guerra.

El atentado provocó indignación unánime. Pero la decisión que parecía obvia no lo era tanto: mandar hombres a la guerra por primera vez en la historia de México requería la aprobación del Senado. Aún, incluso consiguiendo la aprobación, entrar a la guerra significaba reencontrarse con un viejo conocido, nada querido: Estados Unidos.

La alianza que nadie quiso

La aversión por los estadounidenses pocas veces tuvo tantos motivos como en aquel entonces. No habían pasado ni 30 años de la última ocupación de Estados Unidos a México, ocurrida en 1914, mientras sucedía la Revolución Mexicana. No más de 100 años antes Estados Unidos había invadido México y puesto su bandera en una de las torres del Castillo de Chapultepec. La suspicacia era bien merecida.

El problema es que, a menos de tres décadas de la conclusión de la Revolución Mexicana, el Ejército mexicano tenía deficiencias notables. El equipo no era suficiente, y ni hablar de aeronaves propias para ir a la guerra y que no fuera un suicidio para los pilotos. Eran en total 48 mil miembros del Ejército, todos ellos sin experiencia en una guerra fuera del territorio nacional. México necesitaba formar parte del frente de Estados Unidos.

Luego de que Ávila Camacho accediera, Estados Unidos lo proveyó todo: lo mismo bombas que armas, que entrenamiento, conocimiento táctico, de armería, formaciones en el aire, estrategias en combate, absolutamente todo. El acuerdo Lend Lease se llamó, y se trató de la ayuda que Estados Unidos concedió a quienes se identificaran como aliados en los años de 1937 a 1945.

Ávila Camacho resolvió mandar a una comisión de proporciones más representativas, que colosales. Al final, no tenía la autorización necesaria del Senado, de manera que, en primera instancia, los soldados solo tenían encargado salir del país para ir a entrenar para la guerra, sin certeza de que irían o no eventualmente.

El engranaje se puso en marcha y fueron contactados los pocos pilotos que había recibido capacitación alguna en México. Podría ir quien quisiera, lo mismo efectivos que ya formaban parte de las fuerzas armadas, que civiles con prácticamente ninguna preparación previa. La Fuerza Armada Expedicionaria de México (FAEM) se creaba: el único cuerpo en la historia que México ha mandado a luchar una guerra fuera del país. Los enemigos eran las fuerzas del eje, el bloque encabezado por Alemania, Italia y Japón.

El Escuadrón 201

Luis Guzmán vio un anuncio en el que se necesitaba gente para un “batallón de aeronáutica”. “Yo como desde niño adoraba los aviones, cuando vi la palabra ‘aeronáutica’ fui y me di de alta” cuenta en entrevista en el documental Escuadrón 201.

Como Guzmán, otros casi 300 hombres se enlistaron. Fueron en total 2 jefes, 52 oficiales y 244 elementos de tropa, mandados en julio de 1944 a la deriva a un país por la mayoría desconocido para ponerse a disposición de los ahora aliados estadounidenses, que hasta hace no mucho eran enemigos. Así es la guerra.

Eran en total 36 pilotos, donde solo 16 fueron organizados en cuatro escuadrillas, de cuatro elementos cada una. El resto eran pilotos de reemplazo, en caso de que algún elemento de las cuadrillas perdiera la vida.

Idaho, Illinois, Florida y Brownsville, los enviados llegaron a distintas bases para entrenar según los puestos a ejercer. Los pilotos recibían cursos de todo tipo de maquinaria, formaciones, comunicaciones y armamento. Luego de los primeros entrenamientos, toda la delegación se concentró para noviembre de 1944 en Majors Field, en Greensville, Texas con todas las ganas de ir a la guerra, pero aún sin poder hacerlo.

Eso sí, su lucha por destacar había ya comenzado. A la delegación mexicana le asignaron aviones veteranos P-47 Thunderbolt, maquinarias grandes, pesadas, y complicadas de manejar. Los estadounidenses se quedaron con los P-51, más rápidos, más ligeros y desde luego más nuevos. El valor total de las aeronaves prestadas era de 14.6 millones de dólares.

Hay quien dice que los P-47 eran demasiado peligrosos para nuevos pilotos. En entrenamiento, dos mexicanos murieron, primero fue el segundo teniente Cristóforo Salido en enero de 1945, y más tarde el primer teniente Javier Martínez, el 10 de marzo del mismo año.

Pero los P-47 terminaron siendo de la familia, y la delegación mexicana les comenzaron a poner apodos, desde “pécuaros” hasta “jarritos”. No hay ni un capitán, coronel y piloto de cualquier nivel que no les recuerde con cariño.

La reunión de la comisión mexicana con sus entonces superiores estadounidenses no estuvo libre de momentos incómodos. Se había solicitado que la delegación mexicana hablara inglés y parte de las delegaciones de estadounidenses podían hablar español. Pero lo que sabía cada comitiva del lenguaje de la otra era mínimo, de apenas unas clases esenciales de idiomas. No fueron pocas las veces que se terminaron haciendo dibujos para solventar una discusión.

Los problemas de idioma hicieron que en casi todas las misiones de entrenamiento hubiera un traductor en torre de control, hasta que los elementos descubrieran la forma de poder comunicarse solventemente entre ellos.

Las rencillas también estaban presentes. El capitán Gallardo contaba en 2003 cómo luego de dar al blanco en una misión hizo una pirueta en el aire, a lo que un estadounidense gritó en el intercomunicador “miren a ese mexicano loco”. Gallardo no lo tomó a bien y luego de hacerse a palabras se buscaron en el hangar al aterrizar.

Gallardo había oído la voz, pero no sabía quién ni cómo era quien lo dijo. “Cuando nos encontramos me di cuenta que medía tres veces lo que yo y era cuatro veces más pesado. Me miró y me dijo si aún quería pelear. Le dije que sí”. Afortunadamente para Gallardo, el estadounidense se sorprendió de la valentía, y en vez de golpearlo le estiró la mano. Los dos se volvieron amigos, y según el capitán Gallardo, el incidente ayudó a disminuir la tensión entre ambos grupos.

Los mexicanos no solo lidiaron con el menosprecio de sus compañeros, sino también de la población en Estados Unidos. En Greensville había un letrero en la entrada del pueblo en el que se leía “Bienvenidos a Greensville. La tierra más oscura y la gente más blanca”. El racismo recalcitrante hizo de las suyas, y ante la presencia de mexicanos en el pueblo, una tienda colocó un letrero con el mensaje “No mexicanos, no perros”.

A casi seis meses de su salida a Estados Unidos el entrenamiento estaba pronto a concluir, pero el ir a luchar era una posibilidad cada vez más incierta. En México la gente casi había olvidado que una comisión había sido enviada a entrenarse, y como antes del hundimiento de los barcos, la segunda guerra mundial volvió a verse como un asunto de otras tierras. La FAEM era el cúmulo de buenas esperanzas, pero sin la habilidad para entrar en acción.

Y entonces, en vísperas del año nuevo, el 29 de diciembre el Senado lo autorizó. México ahora sí podía ir a la guerra.

Tomado de Xataca México